Las bibliotecas pueden ser lugares muy tristes,
delirantemente tristes, sórdidos,
pasionales,
amantes, indudablemente hermosas,
tan dicientes cuando te tocan,
con ese misticismo
que el tiempo ha logrado refinar,
mas nunca sustraer.
Siempre felices.
No me gusta ser esclavo del tiempo,
quizás sí de la luna,
tal vez de la niña mala,
aquella en que confluyen las mujeres bellas;
qué diría ella, la luna, la niña mala,
ese concepto invariable en su invulnerabilidad.
"Una oleada de viento te recorre
y te quiere transformar",
leía alguna vez.
Y ahora digo, no, no es una oleada,
son muchas, rayos, muchas,
montañas de ellas,
palabras que se buscan a sí mismas,
que tienen un inicio,
una R
una K, algunas
una S
una M
rayos, la M,
esa, que nos transforma, nos crea y nos destruye
en un segundo de vida y de (no)vida,
esos, que siempre serán iguales,
porque la pasión y la centinela del alma
no reconocen diferencia
en aquella simple estructura.
Decimos:
"No podemos alejar tal o cual
cosa de nuestras vidas" o,
"Tal o cual cosa siempre se nos aparece
para robarnos la tranquilidad",
pero lo cierto
es que somos nosotros quienes
nos rehusamos a desaparecer, a ahuyentarnos,
por miedo a que nuestra más
simple esencia desaparezca
y caigamos en aquel rótulo
que se ha creado como
eufemismo para ocultar la
infelicidad que da la rotunda rutina,
nos resistimos a ser personas normales,
aquella raza en torno a la cual la
incomprensión se mueve en una
constante doble vía,
porque de tanto en tanto, mueren
unos tantos, y a nadie le importa.
En un momento de espabilo
nos surge otra inquietud,
nos la sugerimos
y dejamos así la tranquilidad
para otro día:
"Hasta dónde podemos reprochar
cuando no sabemos a qué ritmo
circula nuestra sangre?".
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